martes, 28 de agosto de 2012

De nuevo tal real como la vida misma

Lo bueno de contar con fieles seguidores como vosotros es que nos hacéis partícipes de vuestras historias, casos o curiosidades. Y realmente son de lo más sorprendente. La última va de un atraco un tanto “peculiar”.


Quien nos lo cuenta jura y perjura que no se trata de ninguna invención y que esto ocurrió una tarde del pasado mes de junio. Situemos pues la acción: céntrica calle de una capital de provincias. Sábado. En el horizonte comienza a perfilarse el atardecer. Algunas nubes surcan el cielo añadiendo tintes grisáceos a la dorada película que empieza a impregnarlo. La calle principal de la ciudad, su paseo más importante, lleno de personas que se deslizan a lo largo y ancho del mismo sin más intención que la de perder el tiempo, mirar escaparates o detenerse para conversar con algún conocido. Al comienzo de la calle, en una atestada plaza, las terrazas son un hervidero de conversaciones, gritos y risas. De una de ellas se levanta con rapidez una chica con un teléfono móvil y con paso rápido se dirige a un pasillo próximo donde confía proseguir la conversación con más calma. Morena, de edad comprendida entre los 25 y los 35 años. Viste con aire juvenil, tejanos gastados y camisa de marca. El pelo, suelto y liso, le cuelga por los hombros. Las paredes del angosto pasillo amplifican sus risas así como algunas de las palabras de la conversación. Apenas tiene tiempo de percatarse de que por un extremo de dicho pasillo ha entrado un hombre maduro, de andares lentos y pesados, que se recrea en su caminar. Tanto que ella ni se inmuta. Él sí: tiene el objetivo claro.

La chica se despide con una nueva risotada y cuelga la llamada tocando la pantalla de su teléfono móvil. Es un iPhone. Negro, pantalla pulcra que limpia continuamente con un pequeño pañuelo cada vez que lo utiliza. Se dispone a marcharse cuando se sobresalta; acaba de darse cuenta de que no está sola en el pasillo. El hombre se lleva el dedo índice de su mano derecha a la boca y la empuja suavemente contra la pared. Ella, nerviosa, trata de gritar pero no puede. Mira a un lado y a otro y por su cabeza se cruzan mil y una imágenes: “demasiado céntrico, no se atreverá… O quizás sólo quiera robarme… ¡No ha manera de salir de aquí!”.

El hombre la mira fijamente: ojos penetrantes, capaces de leer su alma en un suspiro. Más que acostumbrados a esa situación. Rostro surcado por algunas cicatrices, barba de varios días y una tranquilidad que la desconcierta y preocupa a la vez. La situación no puede ser peor.

─ Si te portas bien no te pasará nada…─espeta, a bocajarro, el individuo.
Ella asiente con la cabeza. Apenas es capaz de musitar nada. Tiembla con fuerza. Él lo sabe y sonríe.

─ Necesito algo tuyo inmediatamente. Será rápido. Si colaboras todo irá bien…

Su aliento apesta a cerveza. Cierra los ojos; intenta no llorar, ni siquiera derramar una sola lágrima.
Debe ser fuerte y no dejar traslucir esa debilidad que se ha apoderado de su cuerpo tan súbitamente.
El hombre desliza su mano izquierda (con la derecha tapa la boca de la muchacha a la vez que la sujeta contra la pared) por la entrepierna de ella. Suavemente, sabiendo lo que busca. Ella cierra los ojos nuevamente. Un par de lágrimas surcan sus blancas mejillas. Su respiración se desboca. “¡No puede ser, no puede ser! A esta hora del día, aquí, con tanta gente… ¡No puede ser!”, se repite mentalmente una y otra vez.

De pronto, abre los ojos. La mano ha entrado directamente en su bolsillo izquierdo para extraer de él su iphone. Con rapidez, el hombre le pregunta cómo se utiliza. Sorprendida, casi sin dar crédito a lo que está pasando, tartamudea con los ojos abiertos el procedimiento. El hombre teclea de seguido y su voz, pastosa, se vuelve más grave. Un lugar, una hora, algo de droga. Ella apenas atiende la conversación más que lo justo. Quiere escapar como sea, le da igual perder su teléfono. Piensa que lo peor está por venir. No le da tiempo. El hombre corta la llamada. Mira una y otra vez el teléfono, y después a ella. La mirada destila ahora una brillantez nueva, casi llorosa. Posa nuevamente sus ojos en el terminal y mientras se lo guarda en el bolsillo le espeta con su voz cavernosa:

─ Hay que ver lo gilipoyas que os habéis vuelto todos con este cacharro…

Apenas reacciona cuando el individuo le planta un beso en los labios y se marcha por donde ha venido. Ella aún tardará en marcharse del pasillo. Ese pasillo que se le ha hecho tan eterno y desde el que oye otra vez las voces, risas y conversaciones de las cercanas terrazas. De esa vida tan monótona, sencilla y cálida de una ciudad castellana un sábado por la tarde.

Para todo lo demás, te lo garantizo.

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