Desde que me jubilé (allá por el comienzo de la Reconquista, al pie de la cueva de Covadonga), me propuse ocupar mi tiempo más allá de ir a echar de comer a los patos en el estanque del Retiro. Y me compré un portátil para escribir cosas, consultar Internet, etc. Y como me costó un huevo (de codorniz rusa, porque menudo precio), intenté asegurarlo por lo que pudiera pasar. Y oigan, que se me quitaron las ganas. ¿Por qué? Por esto.
Después de dejarme aconsejar por expertos, dado que mis conocimientos en la materia eran nulos, me compré un buen portátil. Según el cuñado del Matías, mi compadre, que fue el que nos acompañó en plan asesor, “un pepinaco”. Que a saber lo que significa eso. Total, que por entonces no era como ahora, que te ofrecen un seguro hasta para comprar la leche en el DÍA, por si se te caduca. ¡Nanay! Entonces había que consultar las condiciones de las aseguradoras (bueno, casi como hoy) y llamar a unas cuantas para que te dieran precio. Y a las primeras de cambio, las mandé a todas a freír pimientos. Una llamada, sólo una. Suficiente como para que colmara el vaso de mi paciencia. Y recuerdo aún punto por punto la conversación que mantuve con la operadora que me cogió la llamada.
Tal que así:
Después de presentarme y decirle lo que quería, la buena señora/señorita o lo que fuera me espeta a palo seco:
─ Necesitamos que nos envíe la siguiente documentación: factura de compra del portátil, garantía, su DNI, un recibo del banco con el número de cuenta corriente, una declaración escrita de que usted ha comprado el portátil y que sólo usted lo va a utilizar, la declaración de la renta de los últimos cuatro años, su libro de familia y la última ITV que haya pasado su coche, si es que tiene uno ─con voz cantarina, a modo de salmodia, como si estuviera harta de repetir la misma historia todos los días.
Y yo, aguantando el chaparrón, traté de meter baza en la retahíla argumental de la operadora:
─ ¿La ITV también?
─ Por si lo mete en el coche, tiene un accidente y da siniestro. A ver si se cree que aquí se asegura todo al tuntún porque sí.
─ Ajá, ¿y todo eso por correo?
─ Por tam-tam hace tiempo que dejamos de recibir las cosas, ¿sabe?
─ Se las puedo mandar por correo electrónico… Mi hijo lo escanea si es necesario.
─ No, no, no, que las copias escaneadas son de mala calidad y luego dan a equívocos. Los documentos originales. Normas de la compañía. Todo por correo ordinario.
Sopesando que aquello me iba a costar un pico, tanto en dinero como en tiempo, quise asegurarme de que, al menos, iba a merecer la pena.
─ Y ¿cómo sé que han recibido la documentación y no se ha extraviado por el camino? ¿Es necesario certificarlo?
La operadora, a lo suyo, parecía una pared de frontón, devolvía todo con una agilidad que ni Nastase (un tenista viejuno. Por si no lo conocéis, aquí podéis hacerlo).
─ Si le contestamos es que la hemos recibido. Videntes aún no somos para ponernos en contacto con usted sin saber siquiera quién es.
─ ¿Y cómo sabré la condiciones? ─volví a inquirir medio cabreado.
─ Ya le llamarán…─algo enojada, la verdad, si que la noté.
─ Pero imagino que tramitarán el seguro, ¿verdad?
─ Le llamarán para decirle las condiciones. Normas de la empresa ─ya no enojada, sino pelín cabreada.
Total, que colgué nada más escuchar la última sílaba. De eso hace ya diez años. Ni seguro ni leches en vinagre. Me hartó tanto la operadora que no lo hice. El portátil duro como ocho años. Después me compré otro y ahí sí que mis amigos de TeloGarantizo estuvieron ágiles. Como debe ser.
Os lo dice vuestro amigo Argimiro, el Garantizador.
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