miércoles, 19 de septiembre de 2012

Otra historia tan real como la vida misma

La historia es real. Y tiene como protagonista a un fotógrafo profesional, un balón de fútbol y un afamado jugador de fútbol de campanillas que milita en un equipo de los de primerísimo nivel. El fotógrafo nunca sospechó que una jugada fortuita iba a traerla tan problemáticas consecuencias…


Nueve menos cuarto de la noche. De un día entre semana. Un griterío enorme recibe al fotógrafo M.H. nada más abrir la puerta de su coche, aparcado en un lugar especialmente habilitado para otros tantos como él que esta noche cubrirán uno de los partidos de fútbol más interesantes del año. Algunas gotas de lluvia empañan los cristales, por lo que decide coger un chubasquero del maletero en previsión de que las gotas se conviertan en un molesto chaparrón otoñal. Así lo intuye por el tenue olor a tierra mojada, que acierta a distinguir entre otros innumerables aromas que se concentran en la atmósfera del lugar. M. H. levanta la vista al entrar en el majestuoso estadio que poco a poco llenarán más de 80.000 almas. Las que esperan ansiosas el momento de ocupar su localidad y asistir a uno de esos partidos llamados de infarto y del que M.H. espera obtener las mejores instantáneas para venderlas a los distintos medios con los que colabora.
Cuando comienza el partido. M.H. ya está ubicado en su posición habitual. Peto gris que cubre su cazadora deportiva, y al lado, el pertinente chubasquero por si las traicioneras nubes que antes le habían avisado de sus aviesas intenciones siguen empeñadas en cumplir sus fatales pronósticos. Ante él, una cámara de alto valor económico equipada con los mejores objetivos del mercado. Y a sus pies, un portátil de no menor valor económico en el que observa todas las imágenes que va obteniendo en cada momento. Casi recién adquirido. Un capricho pero también un pastizal. Está contento: es su segundo partido con él. La envidia de muchos de sus compañeros fotógrafos que, como él, esperan ansiosos el momento de tomar la mejor foto.

El partido, pese a la expectación levantada, es aburrido. Los dos equipos se miran, estudian y revisan pero no se atacan. Alguna carrera de uno de los cracks locales, pero poco más. Cuando a mediados de la primera parte uno de ellos, el más mediático en todos los sentidos, agarra un balón en la banda y enfila la portería. Un defensa le sale al paso, trata de sortearlo, ambos pugnan por el balón y el crack, viendo cercano el arco, dispara un tiro seco, casi raso. El balón impacta contra el grupo de fotógrafos, bastante alejado de su objetivo. M.H. ha escuchado el impacto. Duro y metálico. Cierra los ojos. No puede ser. Antes de abrirlos maldice entre dientes. Los baja para depositar su mirada en el portátil que yace a sus pies con la tapa abollada y el cristal rajado. El balonazo. Entonces mira al jugador de fútbol responsable del disparo y se acuerda de su santa madre y, de paso, de algún familiar suyo más.
Aunque M.H. se concentre en su trabajo durante todo el partido, no podrá evitar mirar de cuando en cuando al portátil recién estrenado que aún no sabe si podrá reparar. Gajes del oficio, le suelta un compañero cercano a él tras enterarse del oficio. ¿Lo tenías asegurado?, le pregunta otro. M.H. se encoge de hombros mientras menea negativamente la cabeza…

Para todo lo demás, telogarantizo.

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