Me vais a perdonar, pero es que no lo puedo evitar. Mi compadre, el Matías, es un bicho de cuidado. Las tiene para todos los gustos y colores. La que hoy me dispongo a relatar no tiene parangón… Hasta la siguiente. Porque siempre se supera, el gachó. Hace un par de años me invitó a la vendimia de su pueblo. El vino, riquísimo. Pero lo que le pasó con la cámara de fotos… En fin. Él mismo.
A ver cómo sitúo yo la escena, que en el colegio me decían que se me daba bien eso de describir las escenas. Fin de semana de un mes de septiembre. Hará un par de años, no más. Un pueblo de la comarca del Somontano, en Barbastro (Huesca). Puede que fuera Alquézar, Ilche o Laluenga, no recuerdo bien. Eso sí, el pueblo, precioso. La patria de mi compadre, el Matías. Y ese año, el amigo invitó a buena parte de la parentela con la que se junta para hacer la vendimia. ‘Ná’. Cuatro vides que tiene el gachó, pero se empeño en llevarnos allí. La casa, un lujo: muros de ladrillo, piedra y tapial. Y como todavía hacía algo de calor, tan ricamente. Y más si la cocinera es la Virtudes, su mujer. Un escándalo cómo cocina, oigan.
El sábado de ese fin de semana, el Matías nos cogió a todos y nos llevó a unas tierras suyas en las afueras del pueblo. Lo dicho, cuatro vides repartidas por un terrenito majo. Nos dio unas tijeras para cortar la uva, de esas de mango de plástico y hoja que cortaba como una cuchilla, y a llenar cestos toda la mañana. Unos pocos llenamos, desde luego. Pero en oliendo el guiso que estaba preparando la Virtudes, cuyos efluvios nos tenían a todos embelesados, se nos pasó la cosa en un santiamén. Y, como es lógico, la comida fue un espectáculo. Por los platos que preparó la Virtudes ─judías que allí llaman ‘Del Pilar’ y un Ajo Arriero que nos dejó a todos tiesos─, y por el vino que sacó el Matías. Botellas del somontano de cosechas anteriores, decía. Pero para mí que las había comprado en algún sitio. Muy finas para haberlas embotellado él.
Y sin más preámbulo, pelín calamocanos, empezamos a vaciar todas las cestas en un pequeño lagar. Y de buenas a primeras, va el Matías y se sube con las pantorrillas al descubierto, completamente descalzo, y empieza a pisar la uva. Tanto se animó, que se marcó una jota jaleada por todos con entusiasmo. Y la Virtudes, que de natural es tímida, sacó una cámara de fotos que les había regalado su nieto, el Andrés, de esas buenas, con zoom y objetivo que se mueve, y venga a hacer fotos a la compañía y al protagonista del asunto. De pronto, ni corto ni perezoso, el Matías le pide la cámara a la mujer. Ésta, que le dice que no, que en esa tesitura lo ve peligroso. El Matías que se encabezona; la Virtudes, que no, que no; y al final, entre todos, conseguimos que se la dé.
Allá arriba, en el lagar, empezó a sacar fotos a todo lo que se meneaba: a los que le jaleábamos desde abajo, a la Virtudes, con una cara de susto que no se le iba en ningún momento, a la uva que pisaba… ¡Y vengan jotas para arriba y para abajo! Hasta que, del entusiasmo que llevaba, el Matías da un mal paso y se cae. Cuando se levantó, fue para verlo: remozado del jugo de la uva, de sus pieles, de los granos que iban soltando conforme las pisaba… ¡Un fenómeno! Y la Virtudes que se pone a chillar:
̶ ¡La cámara!
Y al Matías, secándose la cara como buenamente podía, casi se le salieron los ojos de sus cuencas. Se zambulló otra vez en la masa que tenía bajo sus pies y consiguió sacarla. Lo que quedaba de ella, porque después de pasarla mil y una veces toda clase de trapos, de secarla a la lumbre y demás, quedó para hacer pocas fotos.
Eso sí, el vino que salió de aquella cosecha, espectacular. Para qué vamos a negarlo.
Y si no queréis que os pase lo mismo, ya sabéis, a mis amigos de Te Lo Garantizo.
Como siempre vuestro amigo Argimiro, el Garantizador.
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