Mi compadre, el Matías, no tiene remedio. Pero lo quiero porque es así, bruto como un ‘arao’, pero más bueno y tierno que el pan. Eso sí, cuando la hace… ¡Las tiene inolvidables! Y si no, atentos lo que le hizo al portátil de uno de sus nietos. ¡Le dejó de hablar más de un mes! Con eso está dicho ‘tó’.
A mi compadre, el Matías, nuestro señor no lo llevó por el camino de la informática y eso que llaman las nuevas tecnologías. ¡La de veces que habrá atarazado la tapa de la batería de un portátil porque no salía, o la que montó no hace mucho en la taberna donde nos juntamos a echar la partida todas las tardes con un ‘aipo’ que le habían regalado! Pero la que le montó al nieto… Esa fue una hazaña considerable.
Resulta que llegó un día a casa del Matías su nieto: un chaval, alto, seco como un junco, de faz tímida y modales tranquilos, pero que en cuanto coge un ordenador es como un galgo de caza: no suelta la presa nunca. Andrés, que es como se llama el muchacho, fue a hacer una visita a los abuelos, y llevaba consigo un portátil que había comprado no hacía mucho, y con el que estaba haciendo unos trabajos. De esas cosas que hacen los jóvenes de hoy en día, vamos. Total, que la abuela, la Virtudes, le plantó unas lentejas con chorizo para comer (que le salen ricas, ricas a la mujer), y con la modorra el Andrés, el nieto, se quedó roncando a verlas venir. El abuelo, también, pero al rato le despertaron unos extraños ruidos. El Matías se levantó con toda su pachorra y se acercó al portátil, que es de donde procedían los ruidos que escuchaba. El nieto lo había dejado encendido en una mesita auxiliar, se ve que para hacer algunas cosas. Y el Matías empezó a toquetear el cacharro, de aquí para allá, tecla va, tecla viene, recordando sus viejos tiempos de ordenanza en el Ayuntamiento, como si tuviera una de esas viejas máquinas de escribir delante. Con el traqueteo se emocionó, sin darse cuenta de que al lado del portátil la Virtudes tenía un florero con unas flores que había comprado el día anterior en el mercado. Y el florero, cada vez más cerca del cacharro. Y el Matías, que no se daba cuenta. Total, la mesita bailando, él dándole a las teclas del cacharro y el nieto roncando como un bendito. Y pasó lo que tenía que pasar.
El Matías, por lo que me contó después, recuerda tres cosas de aquel día: el florero partiéndose en mil pedazos, el alarido de la Virtudes, que estaba terminando de arreglar la cocina, y el despertar del nieto. Y su mirada. Decía el Matías que lo más parecido a un pelotón de fusilamiento. Y el Matías allí, contemplando el desastre, pálido como la cal de las paredes de su pueblo, y con el dedo derecho sobre el teclado y con la boca abierta sin saber qué decir.
Lo que vino después, según sus palabras, fue lo más parecido al apocalipsis: el nieto echando espumarajos por la boca, intentando secar el portátil con un trapo que le había traído la Virtudes; ésta llamándole de todo y repitiendo una y otra vez “si es que no te se ocurre ná bueno”; y el Matías con una risa floja de esas que te entran cuando no sabes dónde meterte.
El nieto estuvo casi un mes sin hablarle. Y al final la cosa no fue a mayores porque resulta que tenía asegurado el portátil. Pero el berrinche que se llevó el abuelo, por ‘enrrea’, bien merecido lo tuvo.
Y si no queréis que os pase como al nieto del Matías, ya sabéis. Vuestro amigo Argimiro, el garantizador.
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